Cuba blues

Varias personas que conozco han estado este verano en Cuba. Todo el mundo que va a Cuba tiene cosas que contar. Incluido “el comandante Vilas” que ha vuelto de sus vacaciones blogueras con un par de impresionantes relatos cubanos. Yo estuve en la isla va a hacer ya seis o siete años. No me importaría nada volver. Es más, creo que tendré que volver. Mientras tanto, me contentaré con recordar lo que conté –yo también- a mi regreso de entonces en El Cronista de la Red.

Yo ya sé que es un tópico. Como tantos otros que circulan alrededor de la isla de Cuba, y a veces nos ayudan a comprender y otras nos enfangan los ojos. Será un tópico, pero es cierto que pisas la tierra de Cuba y el tiempo ya no transcurre igual. Ni la dimensión de los acontecimientos ni el trasfondo de las palabras son los mismos que en esta vieja y resabiada Europa. Llegas a la isla de Cuba y estás indefenso. En Cuba la vida no se disimula ni se disfraza: se ofrece, se gasta, se gana y pierde sin demasiadas explicaciones ni justificaciones.

En Cuba el sol se muere en La Habana. Pero la ciudad es un milagro que diariamente se rehace junto al mar, lo abraza casi interminable, hermosa y fuerte, a pesar de todas las heridas que abiertamente muestra, apoyada en un orgullo generoso, a la par que un tanto interesado. El mismo orgullo que acompaña constantemente a sus habitadores y descoloca la mirada de sus visitantes. Mientras la ciudad moderna parece un poco cansada y los colores van inevitablemente girando al gris, y si no fuera por la vegetación y el cielo azul indemne resultaría un tanto desproporcionada y algo distante, la Habana antigua se sobrepone con ahínco y voluntad a su irremediable decadencia, golpeándonos con manotazos de color resucitado y ruina no disimulada, que se suceden alternativamente sobre la perfección de su urbanismo y el alma de su historia.
Hay que acostumbrarse a algunas cosas, como en cualquier lugar de este mundo. Por ejemplo al permanente e impregnante olor a mala gasolina que hay en el aire, y que se hace especialmente extraño al amanecer, cuando apenas pueden verse vehículos circulando por las calles. Hay que acoger con toda la naturalidad posible la presencia policial constante en casi cada esquina de La Habana. Hay que acostumbrarse a la parsimonia de los gestos y los acontecimientos, no tan ralentizados sin embargo como dicen usualmente las malas lenguas. Hay también que sobreponerse al vuelo persistente de las tiñosas, que acechan incansables desde el cielo cualquier carroña abandonada en la ciudad.
No hay que dejarse apabullar por la imaginación sin límites con que los habaneros, y los cubanos en general, resuelven su diaria y trabajada existencia, porque entonces uno se siente todavía más miserable que lo habitual. (Aunque esta desbordante capacidad de inventar y de crear conforma la idiosincrasia de la isla y es parte de su modo de concebir la vida, es innata.) E inevitablemente hay que acostumbrarse, si eres visitante temporal y aún más si eres turista, al asedio continuado de un buen enjambre de buscones, que, con mayor o menor picardía, ganan sus dólares de esa guisa, ofreciendo un paladar, un restaurante, una casa donde hospedarse, o una agradable compañía que puede durar un rato o muchos, según el interés o disponibilidad del visitante. Los hay, visitantes, con total disponibilidad y absoluto interés exclusivo. Se huelen y distinguen ya en el mismo avión de ida. Yo no puedo ser imparcial al respecto. Comprendo por qué sucede tal cosa en la isla. Hacen chirriar mi sensibilidad las razones de los compradores y las compradoras de cuerpos y esperanzas.
Aceptado todo ello y alguna cosa más, sentirse a gusto en La Habana y muy interesado en explorarla es hasta demasiado fácil. Pero el resultado de la incursión no es a menudo sino un manojo de interrogantes, imposibles de solventar no sólo en la generalmente breve estancia del turista, sino, creo, que incluso en años de permanencia en la ciudad. ¿Dónde reside en verdad la hermosura de La Habana, en sus arquitecturas impecables que han resistido los años de descuido con tanta gallardía, o en la vida que rebrota de entre esos ladrillos y pigmentos ajados, aferrada a cualquier minúsculo objeto, a cualquier canción que acune el tiempo y el dolor, al primer requiebro que se escuche o se intuya en cualquier patio, agarrada a lo mínimo como si fuera todo? ¿Cómo si fuera? ¿O lo es todo? ¿O lo único? Ya lo dijimos, cada minuto, cada ademán, cada ocupación posible es puro arte en La Habana, en Cuba.
La Habana Vieja y el Centro de La Habana se caen, se vienen abajo, es cierto. Y quien pasee despacio por sus calles, entre sus casas y sus columnas y sus soportales, y mire adentro de sus patios, y de sus habitaciones, e imagine con un poco de esa imaginación que por allí abunda cómo discurren las cosas, necesariamente dudará que consiga al fin la rota Habana mantenerse en pie. Y aun si lo hace ¿cuántos colores nuevos invadirán y modificarán definitivamente los rostros hoy serenos de los habaneros, las perfectas hileras de fachadas-escenario? Porque en La Habana se mezclan la verdad y la mentira con tanta naturalidad que no se advierte la línea entre una y otra.
La ciudad es, una vez más el tópico, teatro de veras. La vejez y la juventud vienen juntas en todos los ojos y en todas las bocas que hablan, desde las de los niños zalameros hasta las de los escuetos y turbadores ancianos. Si al cabo lograra rehacerse y remozarse, ¿cuántas historias perderemos? Y por el otro lado, si La Habana se derrumba no tendremos ya nada. Así que no parece que a largo plazo queden muchas esperanzas de que la magia sobreviva largamente. Conserve en su memoria el visitante cuanto a su paso encuentre y entréguese sin demora al arte de vivir que allí aprendió. Mas ¿por qué no? ¿No es La Habana, no es Cuba, el lugar en el mundo en el que cualquier cosa pudiera suceder con la misma naturalidad con la que aparecen y desaparecen los días entre inacabables e ininterrumpidas melodías? Si la eternidad tiene forma y espacio, algún sentido, ojalá fueran éstos.
Abandonar La Habana de noche, cercados por la penumbra que reina en ella y por la restricción de gasolina, es como andar pidiéndole a Ogún que no nos deje ir. Pero nos vamos, atravesando la isla hasta Santiago de Cuba, la perlita negra, asomada tímida y precavida al mar tras el viejo puerto, tras la verde bahía, a los pies de Sierra Maestra, bajo el sol omnipresente. La ciudad colonial se trazó a base de subir y bajar calles empinadas, como en huida inútil de ataques de corsarios, de embates de huracanes y terremotos. Castigada y renacida, Santiago de Cuba tiene cierto aire aventurero y novelesco, opuesto a la señorial y sofisticada Habana. Santiago es ciudad populosa y pícara, pero acogedora y entregada al visitante. Una calidez desbordada nos empequeñece: la amabilidad y alegría de sus gentes es menos sutil que en La Habana, más franca; el tórrido calor acecha durante buena parte del día y acaba por dejar varado junto a una cerveza al ingenuo turista rompecalles.
La vida aquí construye citas más pequeñas. Y lo hace con letras de canciones, de las que los santiagueros conocen centenares y que se dedican unos a otros en cualquier ocasión propicia. Una de las más especiales son las «noches santiagueras», que se celebran un sábado de cada mes, y durante las cuales la ciudad es inundada por un inúmero gentío y música y bailes y cerveza y ron hasta el amanecer. Recurrente carnaval que motiva, claro está, al olvido periódico. Es un clamoroso espectáculo, una renovación saturnal oficiada al ritmo ascendente de la marea que persiguen los bongós, las claves, las guitarras… y que estalla con propio resplandor, sobreponiéndose a las débiles luces urbanas. En Cuba la noche es noche, por lo menos en estos tiempos de limitación económica.
Pero en Cuba el sol nace en Santiago. Se detiene sobre el Morro largo rato y se cuela por las ventanas, por los parques, por los cerebros, bendición de vida, tiempo sin fisuras, que los habitantes de la ciudad suelen convertir en inacabable conversación sobre todo lo divino y humano, – en Cuba el artificio de la dialéctica es de índole genético, no hay duda- , en larga partida de cartas, en inteligentísimo paladeo del ron sacrosanto, en intenso disfrute de la amistad y del conocimiento de la gente que hallan en su camino. Durante el día se diría que todo el mundo anda en las calles, en las tiendas pulcras de contados artículos, ganándose la vida de allá para aquí, yendo y viniendo los niños a colegios e institutos en colorida procesión. Al atardecer sin embargo, Santiago va recogiéndose lentamente y, lugar de provincias al fin, de pronto la actividad se concentra en torno a los hoteles, el Parque Céspedes, la Casa de La Trova, los locales de baile, poco más; el resto se aquieta.
¿Cómo irse sin proponerse al momento volver? Ya sé que casi todo el mundo lo dice. Será, es, por algo. No lo duden quienes aún no hayan tenido la fortuna de acercarse a la sabiduría mágica de las gentes de Cuba, estos niños grandes a los que la vida ha enseñado duramente. No se olviden quienes no hayan todavía disfrutado del intenso verde y el dramático rojo de la vegetación, quienes no hayan hollado sus habitadas y variopintas carreteras donde todo, todo, todo es posible, de sus ciudades abiertas siempre al trasiego de tiempos sin tiempo. Hagánme caso, no se mueran sin asomarse a la bahía de Santiago poco después de amanecer y al Malecón cuando atardece. Así se resume la creación.

Escena de la película «Habana blues», de Benito Zambrano

15 Comments

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  1. Desde luego, para los que nunca hemos estado en Cuba, estas palabras nos despiertan un «mono» enorme de dejarnos caer por allí.La película de Zambrano contiene imágenes muy bonitas de La Habana (aunque a mí, tras haberse lucido con «Solas», la película me decepcionó bastante…; pero esa es otra historia).Besos

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  2. Queria Luisa, confesaré que ni Cuba, ni los cubanos me han resultado nunca nada atractivos. Hace tiempo leí por casualidad una novela cuyo título era «Cuba: sólo para turistas» y no aumento mi simpatía por ellos precisasmente. Después esa novela de Jorge Luis Seco, (un filón en cuanto a emociones para el lector) resultó ser la novela del uno de los mejores amigos de una amiga y un poco después yo presenté esa novela… Casi un culebrón, ja,ja,ja.. Es una novela que necesita un gran empuje editorial y de correcíón pero es una pasada la historia, si tienes oportunidad no te la pierdas.Un abrazo.

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  3. Tampoco yo he estado en Cuba y confieso también lo relativo de mi interés pero, en fin, tus palabras me incitan a desear visitarla. Besos, querida amiga.

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  4. ¡Que lindo ver la foto, Luisa! He sentido nostalgia porque aunque voy cada año a Cuba (al congreso anual de Casa de las Américas), en ese lugar de la foto he estado infinidad de veces: tomando un delicioso mojito y escuchando boleros (justamente en esos portales que se ven a la izquierda), otra nada más paseando por la plaza y comprando libros, otras viendo desfiles, otras bailando en reuniones con amigos en plena plaza, etc. Ah, la Habana vieja, que maravilla. Desde el Puerto de Veracruz se ve el faro de La Habana, estamos muy cerca (a dos horas de vuelo), y para mi siempre es un placer ir a la maravillosa isla.Me ha encantado tu texto.

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  5. A mi me gustó el país, 39. La Habana era para mí, y siendo siéndolo, una ciudad bastante mítica. Pero el resto del país me impresionó.Coincido contigo en que me parece mejor película «Solas». Pero esta de «Habana Club», concebida a medio camino entre la narración y el documental (creo), me trajo imágenes evocadoras. La mucha música de la peli sí que me gusta.Besotes.———————–Pues sí que se enredó la casualidad entre la novela y tú, Sonia. Fíjate, a mi siempre me ha causado curiosidad Cuba. Y La Habana sobre todo. Será deformación de mi mente «historicista». Pero lo cierto es que allí no salía de mi asombro, por muchas razones.————————–¡Hola, Isabel! ¿Qué tal las vacaciones? Me pasaré pues a ver a Dido.Yo no puedo sino aconsejar la visita a la isla.Besos.—————Qué bien, Magda, pasear a menudo por la Habana vieja. Tiene rincones fascinantes, la verdad. Además como soy un poco novelera, me acuerdo que cuando iba por aquellas cosas, veía como superpuestas al tiempo de las escenas contemporáneas, otras antiguas que se cruzaban por mi cabeza. En fin, ya sabes, los europeos…Y la alegría de la gente, y su ironía, y su melancolía, y el color, y las luces tan distintas al mediterráneo, pero tan, tan vivas e imponentes… Un país acogedor, sin duda.Besos

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  6. Deliciosa tu descripción.Yo me quedé en el «casi». O sea que lo tengo pendiente.Tendré que animarme.Besos

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  7. Y «La bodeguita del Medio», y los helados «Copelia», y las guaguas, y los «moros con cristianos», y una Hatuey bien fria, y tantas cosas, Luisa. Cuba es hermosa. Los cubanos y los jarochos (los del Puerto de Veracruz y alrededores, lo que es la costa) son super parecidos en todo. De igual forma, el malecón de La Habana se parece al de Veracruz, ya lo verás cuando vengas y vayamos a «La parroquia» a tomar un lechero mirando al mar o bailando un buen danzón ;)

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  8. ¿Qué es un lechero, Magda?Sí, ya dices bien de «La bodeguita» y Copelia, y pasear por la calle Obispo, y los tenderetes de libros, y el Morro, y esas casas que a mi me impresionan tanto, tan elegantes, tan avejentadas, tan en ruinas,… Y la gente, la gente me anonadó bastante…., con un cultura media… ¡cómo razonan! Veracruz… me pones los dientes largos.

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  9. Gracias, gracias. Anímate, Ybris. Te llegué a gustar o no la isla y sus gentes, yo creo que la experiencia merece realmente la pena.

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  10. Ay!! yo no he ido allí, pero tu retrato habanero y el de algunos otros que han ido coincide en ese enamoramiento de la ciudad y su gente. Con la magia de la imaginación viva, tristemente por la necesidad que agudiza el ingenio y el arte.También con esas sombras, miserable ha de ser el que va allí a comprar deseos, un desgraciado al que nadie ha podido querer aquí…

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  11. Yo creo, MM, que es dificil escapar a la magia habanera, cuando estás allí. A pesar de todos los cuestionamientos que uno se pueda hacer al respecto de cómo son y están las cosas, o de algunos rasgos de carácter, es imposible, me parece, no ser seducido por esa magia y por la imaginación: ¿cómo llamaríamos a un vehículo compuesto por una bicicleta y un mulo?En lo de la compra de deseos, pues eso.Besotes.

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  12. Le paso tu post a mi hermano que va a Cuba a menudo. Sus amigos están allí y el estudio de grabación donde ha trabajado es magnifico, así que se va a Cuba y vive allí como uno más. Por cierto, yo no he ido, pero mi bisabuelo vivió allí un tiempo. Besos,

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  13. Qué suerte la de tu hermano. Es verdad que dicen que los estudios de grabación cubanos son excelentes.Tu bisabuelo… ¿colono?, ¿soldado? ¿emigrante? SEguro que es una buena historia.Besos, Marta.

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  14. Luisa, un lechero es un café con leche. Es especial de «La parroquia» (http://www.laparroquia.com/historia.html): te sirven en un vaso extracto de café (un café veracruzano de exportación muy bueno, famoso en el mundo) hasta un cuarto de vaso, digamos. Y luego de esto traen una jarra de leche y la sirven al vaso alzando la jarra un tanto, asi que sale espumoso. Te va a encantar ;)

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  15. ¡Qué bueno suena! La cultura del café me resulta fantástica. Soy muy cafetera.Gracias por contarmerlo.Un beso, Luisa

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