Anoche los niños no durmieron. Habían encerrado un montón de cigarras en la cajita de los lápices y las cigarras cantaban bajo sus almohadas una canción que los niños conocían desde siempre, pero que olvidaban al despuntar el día.
Ranas doradas, sentadas en la punta de sus patitas y sin ver sus sombras en las aguas, semejaban pequeñas esculturas de la soledad y el sosiego.
En ese momento la luna tropezó con los chopos y cayó en la espesa hierba.
Hubo un gran susurro entre las hojas.
Corrieron los niños, tomaron con sus manos regordetas la luna y toda la noche jugaron en el campo.
Ahora sus manos son doradas, sus pies dorados y en lugar de huellas dejan lunas pequeñitas sobre la tierra húmeda.
Pero afortunadamente, los adultos que saben mucho no ven demasiado.
Sólo las madres sospecharon algo.
Por eso los niños esconden sus doradas manitas en los bolsillos vacíos, para que su mamá no los regañe por haber jugado en secreto toda la noche con la luna.
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El mundo se llenó de flores y de pájaros.
Y el campo repiquetea con sus alegres voces.
Cencerros en las gargantas de los burros.
Cencerros en las orejas del sol.
Cencerros en la punta de las hojas.
Cencerros en las trenzas de las niñas.
Todo baila en la luz y repiquetea.
Aun el abuelo salió al sol a tejer con verdes ramas pequeños canastos para recoger madroños y huevos de paloma.
Del globo terráqueo que el maestro tenía para su clase de geografía hicimos una pelota y la hacemos rodar por el verde campo salpicado de flores de manzanilla.
Por la noche subimos a escondidas hasta el cementerio de la aldea, tomamos varios cráneos vacíos y los llenamos de hierba y de flores.
En las desocupadas cuencas colocamos dos rosas.
Ahora todo es luminoso y rosáceo.
Desde hace tiempo sabíamos que pronto llegaría el verano, aunque el calendario aún no lo dijera.
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Tanto de uno como de otro conservamos en casa algunas antologías de edición ya antigua y de traducción no muy excelente, sobre todo las de Elytis. De Yannis Ritsos, que a mi me gusta más que Elytis, guardo también un muy preciado libro. Aquel en el que le descubrí durante mi primer viaje a Grecia, cuando tenía creo que diecinueve años, y que feché señalando el lugar donde lo rubricaba: Atenas, porque para mí aquel viaje, el primer gran viaje, reunía muchas de las condiciones de los mitos. Curiosamente este libro, comprado en Atenas, es una edición que traduce “Sonata a la luz de la luna” –la gran obra de madurez de Ritsos- al francés. Fue desde donde más tarde, apoyada en esa traducción, vertí un par de poemas de Ritsos al castellano para una pequeña y, por supuesto, efímera revista literaria universitaria, en cuya edición colaboraba, y que se llamó “Glaukopis”.
Quiero decir con ésto que mi admiración por Ritsos viene de antiguo. He mantenido mucho tiempo su lectura en base a una “Antología” de su poesía editada entre 1936 y 1971, que publicó Plaza y Janés en 1979 (aunque yo tengo fechado el libro en 1978; tendré que indagar en esta misteriosa circunstancia) y algunas otras cosas sueltas, no mucho más. Aunque tengo que agradecer la lectura de unas hermosísimas traducciones de “Las 18 canciones de la patria amarga” que Rafa Lobarte hizo para El Cronista de la Red.
Así que ahora estoy especialmente contenta porque en pocos meses hemos conseguido tres nuevos libros de Ritsos: el que incluye los poemarios Paréntesis y Testimonios I, que ha publicado Icaria, y que compré este invierno, y más recientemente “Sueño de un mediodía de verano”, en Fondo de Cultura Económica, y “Fedra” (Acantilado), que nos han ayudado a localizar Eva y Félix de Los Portadores de Sueños. Los dos poemas que habéis leído pertenecen a “Sueño de un mediodía de verano”, que me ha parecido un poemario de recóndito reconocimiento entre el yo y el mundo.
Creo que merece la pena glosar brevemente la figura de Yannis Ritsos.
Yannis Ritsos nació en Monemvassia, en la costa este del Peloponeso griego, el 1 de mayo de 1909 y murió en Atenas en 1990. Pertenecía a una acomodada familia de terratenientes, venida a menos. La infancia de Ritsos está marcada por este declive económico y por la desgracia familiar que supone la muerte de su madre y de su hermano mayor, además del posterior internamiento de su padre, y más tarde de su hermana, por sus problemas mentales. La decadencia económica de la familia le lleva a desempeñar los más variados oficios: mecanógrafo, copiador de documentos legales, bailarín, actor, corrector de estilo, periodista.
A estas vicisitudes, el poeta debe sumar su propia precaria salud, ya que sufre tuberculosis durante dos periodos de su vida, y posteriormente hubo de combatir contra el cáncer. A consecuencia de la tuberculosis pasó un periodo internado en un sanatorio, y a la salida del mismo, en 1931, se afilió al Partido Comunista. Su compromiso político y social caminará ya siempre en paralelo a su dedicación literaria y poética, en absoluta simbiosis. Sus dos primeros libros, “Tractor” (1934) y “Pirámides” (1935) aúnan la esperanza en la fe en el futuro y la utopía con una desesperanza personal muy profunda.
En 1936 publica “Epitafio”, donde da formas nuevas a la expresión popular griega. Se trata de un largo poema que canta el dolor de una madre y los sentimientos del pueblo, provocados por las diez víctimas de la violenta represión de los mítines obreros de Salónica de aquel mismo año. Mucho más tarde, en 1960, los versos de Epitafio serían musicalizados por Mikis Theodorakis, y resultarán el detonante de la revolución cultural griega. Sin embargo, en el momento de su publicación “Epitafio” fue perseguido y sufrió la pública quema de ejemplares, debido al clima de represión del régimen dictatorial de Metaxas. Ritsos hubo de refugiarse en una creación de signo onírico y surrealista, por la que canalizar la angustia personal: “Canción de mi hermana” (1937), “Sinfonía de primavera” (1938).
En los años siguientes sigue publicando: “Vigilia” (1941-53), “Vieja mazurca a ritmo de lluvia” (1942), “La dama de los viñedos” (1945-47), “Distritos del mundo (1949-1951) y Romiossini (1954). “Distritos del mundo” da cuenta de los horrores vividos en Grecia con motivo de la guerrra civil. En ese periodo Ritsos fue confinado durante cinco años (los dos últimos de la guerra civil y los tres primeros del gobierno supuestamente democrático de Papagos) en campos de concentración en Limnos, Efstratios, Ayios y Macronissos.
En 1954, Ritsos se casa con Falitsa Yeorgiadis, con quien tiene una hija un año más tarde, a la que llamaron Elefcería, o sea Libertad. Falitsa será el principal sostén económico de la familia hasta la década de los setenta, cuando Yannis Ritsos empieza a ser reconocido internacionalmente en su labor poética.
En 1956 publica “Sonata a la luz de la luna”, su gran obra de madurez, por la que recibe el Premio Nacional de Poesía. Después sigue publicando “Cuando viene el extraño”, “La vieja mujer y el mar” y “La casa muerta” (1959-1962), donde utiliza largos monólogos inspirados por la mitología y las tragedias clásicas. Es una época de gran creatividad, pero de enorme desgracia personal pues la Junta militar griega de la Dictadura de los Coroneles lo deporta a Yaros y Leros. Su quebrantada salud obliga a ingresarlo en un hospital de Atenas, y luego la Junta lo mantendrá confinado en arresto domiciliario en Samos. Ello no impide que Ritsos publique Perséfone (1965-1970), Agamennon, Ismene, Ajax, Chrysothemis, etc.
Durante los años siguientes Yannis Ritsos añadirá a su rica producción poética la publicación de novelas, unidas bajo el título común de “Iconostasio de los Santos Anónimos” (1983-85). Su último libro fue “Tarde en la noche” (1987-1989), que destila tristeza, conciencia de pérdida, pero también una gran esperanza en la creatividad y en la vida.


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