El otoño me gusta menos, aunque me emociona por igual. Esta mañana, los campos que bordean la autopista Ap-2, al pasar por la hoya de Lérida y del Cinca, regalaban, nostálgicos, tantos ocres, rojos y apagados verdes que, durante una buena parte del camino, hemos venido hablando de noviembre, el mes en que la penumbra llega, dejándonos llevar por una sutil tristeza, la que pertenece al tránsito, o al viaje (como cantó Neruda). La belleza del color de la naturaleza en estos días es como la postrera belleza de la muerte, que dirían enfáticamente los románticos (que para estas cosas eran muy pasados). En contraposición, el desierto de los Monegros está ya casi cubierto del gris del invierno.
Antes de rendirme a la evidencia del frío y la escasa luz, tengo por costumbre, si no hay impedimentos crasos, en estas fechas del puente de Todos los Santos acercarme al mar. Quizás, porque aunque soy de tierra adentro nací a orillas del Mediterráneo. Llegarán el cierzo y las nieblas del valle. Pero yo me alimentaré todo el invierno del sol radiante y de la tenue brisa de estos días de paseos por la playa, por fin sin muchedumbres. Lo haré, aunque luego, por la tarde, en coche hacia la Romareda, hayamos sentido el frío de noviembre rodeando el cartel de «se traspasa» sobre la puerta cerrada de aquel pub de juventud, que había llegado hasta nuestros días prolongando la primavera, Bohemios… algunos lo recordarán, como lo hace Fernando Sarría.


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