Ilustración realizada para el relato «Second life» por Chema Lera, © 2007
¿Qué cómo empezó el cambio? Un día que estaba tirada en el sofá, creo yo, hace un tiempo ya, un poco antes de que ellos se separaran. Miraba un programa de esos de reality en la televisión, porque era incapaz de ninguna otra cosa que no fuera pensar en que ya no conducía a ningún lado la vida con él y estaba muy triste, aunque supiera que necesitaba el cambio. Primero ocupé un lugar muy pequeño, en el rabillo del ojo, un buen sitio desde donde mirar sin ser vista. No quise asustarla al principio, ni que él se diera cuenta de mi presencia, pues temía que me aplastara de un manotazo y se frustrara la transformación. Lo más incómodo era la noche, las horas en que ella dormía, porque con los ojos cerrados yo no tenía mucho espacio y tendía a resbalarme hacia fuera, como una lágrima. Menos mal que no dormía tanto como yo ahora, que debo dormir un mínimo de nueve horas si quiero mantener impecables los efectos de la transformación. Al cabo de unos días supe que podía extenderme sin riesgo, por dentro de su cabeza, hasta el oído. Ya noté entonces que el proceso estaba en marcha y no tenía vuelta atrás, porque mientras desayunaba por las mañanas y, a toda prisa luego, hacía las camas, se duchaba, se vestía y se metía en el ascensor con el loro en la oreja, prestaba especial atención a la publicidad de Corporación Dermoestética; la veía mirándose al espejo del ascensor imaginándome. Así pude crecer y al cabo de dos semanas, más o menos, ya me había adueñado de su cabeza enteramente, su cerebro pensante/sintiente incluido. Había empezado a no ser la que era. Pero eso no quiere decir que fuera realmente consciente de lo que estaba sucediendo. Aunque es cierto que por aquel entonces comenzó a mirar de una manera diferente a los hombres por la calle. Y al mirarlos vio que a ella también la miraban más veces de lo que hubiera sospechado. Y algunos eran guapos y hasta jóvenes. Antes no miraba nunca al frente. Timidez, decía. Uno de eso días, al volver a casa y desnudarse para meterse en la ducha, mientras la observaba en el espejo del baño cómo recolocaba sus pechos, que ya tendían a no estar en su sitio de siempre, y cómo remetía el vientre poniéndose de perfil, fue cuando le dije: estás bastante bien, mujer. Su boca era mi boca, nuevamente dispuesta a la aventura y en las yemas de sus dedos noté mi piel de veinticinco años y atravesé el espejo. Aunque ya no soy la que era.
Han sido meses en los que yo y la que yo era hemos intercambiado secretos y sabidurías para poder llegar al final de la transformación en buenas condiciones. La oruga ya conoce cómo será la mariposa, cuando teje su crisálida. Meses relativamente felices, a pesar de que el exmarido es un pesado de tomo y lomo. Es lo único de ella que todavía me acobarda y me paraliza. El exmarido es un bobo, insufrible pero inofensivo. Un sinsustancia. Aunque ejercita una venganza insoportable. Lo hace como los niños, haciéndose el niño, con llamadas y mensajitos machacantes que terminan por ser intolerables. Y está claro que no me dejará en paz. Ayer tuve la certeza. El pulsa las teclas del teléfono y se pone en marcha una corriente eléctrica que me paraliza. Como también lo hacía en ella su voz arrebolada. Siempre la misma entonación, dedicada a desarmarla. Me protege el espejo, pero el espejo es frágil. Y aunque yo ya no soy la que era, ella sigue habitando en mí. Por eso es él todavía poderoso, aunque yo le desprecie, aunque ni huella quede de su aliento en mi piel renovada, transformada.
No hay, pues, más remedio. No elegí el camino de la transformación. Sucedió como en un cuento infantil, por suerte y por casualidad. Pero el guión exige ceñirse a la aventura y concluirla con valor, vencer el miedo y demostrar que siempre se camina hacia delante. Uno más uno, dos. No hay lugar para mirar atrás, bien cierto que es. No habrá más mensajes ni llamadas del dragón. Le hice un arreglito a mi cuerpo en el quirófano. Reuní la decisión de escribir a la dirección del cuaderno rojo. Ya sólo resta desconectar el teléfono fijo, cambiar de móvil, de correo electrónico y volar. Seré una mujer-pájaro y hablarán de mí todos los viejos conocidos con asombro. Es posible que en la dirección del cuaderno rojo no haya nadie. Lo sé. Y no es que importe mucho. Porque aunque palpo mi piel de veinticinco años, tampoco yo soy ya la que era. Al fin y al cabo tengo ya más de cien.

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