Luego, me invitaron a dejar un momento la plancha en el gran-gran recibidor y a bajar al sótano. En el sótano del edificio había un trastero. En el trastero, de bajo techo abuhardillado, al encender la luz, descubrí (mi boca un círculo perfecto) una cocina de tamaño real que los Reyes le habían montado ese año a la hija número seis de aquella familia. Aquella cría era prácticamente de mi misma edad y muchas tardes habíamos jugado juntas. Pero nunca llegué a hacerlo en esa cocina de verdad. De verdad: porque tenía de todo – fregadero, frigorífico, cocina, armarios altos y bajos, vajillas- y todo era muy moderno, como de película. De verdad: porque estaba hecha para el tamaño de una niña de seis años. De verdad: para su dueña, claro. Porque para mi siguió siendo un sueño durante mucho tiempo.
De vuelta a mi barrio, ya al mediodía, aferrada a mi minúscula plancha en el tranvía, creo que Meridiana arriba, sólo pensaba en aquella magnífica y espléndida cocina que nunca volví a ver. Pero no sentía el más mínimo asomo de la envidia. Mi plancha me dio de un plumazo la medida de mi mundo. Y me pareció natural. Lo juro. Era lo normal.
Aquel mismo día, por la tarde, mi madre destapó, con pocos preámbulos, el grave secreto de aquellos Reyes Magos que tan bien sabían lo que correspondía a cada cual. Cansada de que yo preguntara a todas horas por un montón de asuntos que no me encajaban, ni de lejos, respecto a aquellos personajes tan ubicuos, tan rápidos, tan sabios, tan parecidos a tantos actores que yo veía en los espacios dramáticos de televisión, a los que era gran aficionada, mi madre dejó clara la situación. A aquellos padres nuestros la vida no les dio muchas opciones para la imaginación.
Asi que al día siguiente, bajé a la calle –entonces incluso en las ciudades los niños jugábamos en la calle- armada de mi plancha de niña rica, camino del mundo de los adultos: yo sabía que a pesar de no ser nada, mi plancha iba a causar sensación en mi barrio de aluvión: una plancha moderna con luz y cordón y todo. Y fui admirada. Y fui la reina de la calle durante unas horas. Como ya lo había sido el verano anterior, cuando aparecí con la primera “goma de saltar” que se vio por aquellos lares: un invento que yo directamente importé desde la casa de la calle Mallorca. Porque hasta los inocentes juegos de los niños pasan primero por las manos de los ricos.


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