En la página de José Antonio Melendo hay un montón de espléndidas fotografías de la Expo
La Expo es como Internet. Cualquier cosa en ella es concomitante a otra. Y todo es virtual. Pero cierto. Muchos pabellones no tienen más que pantallas de televisión. Y algún juego. El espacio perceptible se vacía y el contenido se concentra en un punto. Es la aplicación de la teoría de las cuerdas. Desde ese punto único en medio del vacío podemos trasladarnos a las antípodas, donde sí que hay vida. Lo más real son los pabellones, como de instituto de secundaria, del norte de Africa. Y la comida. Ayer por la noche tomé una tostada con anchoas de La Escala y una coca con escalibada. Y cerveza. Si hubiera podido sentarme un rato en uno de los veladores que se arriman al Ebro, quizás me habría recordado a mi misma aquel verano en el Golfo de Rosas. Por eso la Expo es como Internet: estás en casa y en la tienda neoyorquina de Apple al mismo tiempo. Una de las niñas que inauguraron las noches pasadas la terraza nocturna de la nueva playa del Ebro decía que era como no estar en Zaragoza. ¡Lo más coooooool!, dijo que era. Pero yo prefiero estar en Zaragoza. Lo que me gusta es estar a la orilla del Ebro, sentada en un velador por la noche, la luna arriba y su reflejo sobre las quietas aguas azudadas. Nunca antes nos habíamos podido sentar en esta ciudad a la orilla del Ebro, a no ser que cenaras en el Náutico. El río ha dejado de ser un río de paso, con tanto puente y tanta orilla. El río en la Expo tiene un aire de ciencia-ficción que me gusta. La Expo es como de ciencia-ficción. Desde el anfiteatro, mientras se evaporaba Paul Weller bajo la luna llena de la Expo, pude ver una perspectiva naif del Pabellón Puente atravesada por la guirnalda futurista del funicular. Un tranvía colgante hubiera sido más propio. Pero aun así, este ingenuo urbanismo de la Expo, como de película o cómic “supersónico”, va a obligar a la ciudad a entrar en otra dimensión de sí misma. Lo veremos por tele-visión.


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