La reconciliación colectiva pide primero reconocimiento íntimo de uno mismo con su pasado. Pero ese reconocimiento privado necesita de los subsiguientes signos externos sociales, pues estamos hablando de las consecuencias de acciones ejercidas en nombre de un modelo de estado, de sociedad. Como parte de estos signos pueden entenderse las sucesivas leyes que han establecido amnistías, derechos asistenciales o de pensiones a las víctimas del bando republicano durante la Guerra Civil o a los represaliados por la dictadura. En este sentido la Ley por la que se reconocen y amplían derechos y se establecen medidas a favor de quienes padecieron persecución o violencia durante la Guerra Civil y la dictadura, más conocida como Ley de la Memoria Histórica, creo que no hace sino culminar y ofrecer algunas medidas necesarias para cerrar el proceso.
Entre los temas incorporados en la ley está la posibilidad de apertura de fosas comunes y exhumación de los restos de las víctimas de los sublevados en la Guerra Civil, que antes han realizado sólo entidades privadas. Este es sin duda el punto que ha suscitado mayor nivel de polémica, pues la apertura de fosas implica inevitablemente un viaje en el tiempo, un regreso al dolor. Un riesgo, por tanto. Y, sin embargo, yo entiendo que ese viaje no es sino una exteriorización del dolor sometido al silencio de largos años. Y que una sociedad democráticamente madura, como presume de ser ya la española, no tendría que tener problemas en dejar a quienes así lo deseen libremente exponer su dolor en público, realizar su duelo colectivo, y proceder a enterrar definitivamente el pasado.
Sí, hay quienes argumentan que desde un punto de vista técnico, incluso psicológico o filosófico, el concepto de “memoria histórica” no aporta nada. He leído formulaciones francamente torticeras al respecto, acerca, por ejemplo, de la historia como lugar común de símbolos o celebraciones, sin más valor. Algunas de estas argumentaciones suenan intelectualmente chapuceras en una época en que la historia como ciencia dispone de más tecnología que nunca a su servicio y puede verificar el pasado con una confianza y dignidad como nunca se ha podido hacer anteriormente. En este sentido, pocas tareas me parecen más respetables para los historiadores que la de ayudar a cada memoria individual a entrar con pleno derecho en la historia colectiva, a conformar la historia de un país lo más aproximadamente posible que se pueda a los presentes que se han sucedido y nos han hecho ser como somos. Puesto que si alguna cosa debe ser la historia es, desde luego, conocimiento y reconocimiento. Y si en algo debería ser útil a los pueblos es siempre a ayudarles a asumirse colectivamente y a construir ciudadanos dignos unos de otros.

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