Importa la complicidad. Con lo particular o lo universal. Da lo mismo. Aunque no. No da lo mismo. Importa más con lo particular. Seguramente importa más la complicidad con lo particular, puesto que la otra tiene demasiado de romanticismo lordbyroniano (estilo Napoleón, digamos, gestual) y poco de hola, qué tal aquí estamos tú y yo, pues eso, qué hacemos, va da lo mismo, ¿unos bolos?, ¿una peli?, paseamos y me cuentas.
Así que sustancialmente importa la complicidad con lo particular. Por ejemplo:
La del escritor Manuel Vilas con su perro, el gran Golo, que ha muerto esta misma tarde. Posiblemente Golo fuera quien mejor conociera a Manuel Vilas, pues tal cosa es un don de los perros. Y por eso es justo que ahora Manuel Vilas le pida perdón a Golo, mientras Golo aprende a trotar en blandito. Un abrazo, uno para cada uno. Separarse duele si hay complicidad.
Por ejemplo también la complicidad con mi vecina del cuarto, hace un rato, en el ascensor, cargadas las dos con un montón de bolsas del supermercado. Eran las nueve de la noche. Larga jornada. Que aún no ha terminado. Ni una palabra al respecto. Ni una palabra. Complicidad de la sonrisa en la despedida: hasta luego, buenas noches, que dice: vaya, ahí estamos ¿no?, ya entiendo.
Importa mucho la complicidad absoluta entre Anamá y su hija Violeta,
que ha cumplido 15 años. Mano a mano las dos durante ya 15 años. Un día escribía Anamá, de Entre Ríos -Argentina- que siente a menudo la lejanía respecto a todos los que pueden atender a sus hijos con discapacidad con sofisticadas fisioterapias, terapias diversas, grandes medios técnicos y tecnológicos. Anamá y Violeta inventan cada día con su complicidad las soluciones para cada uno de los problemas que surgen. Su complicidad les da vida.
Me llama una amiga a la que vuelvo a ver después de un buen número de años sin hacerlo. La conozco desde hace siempre. O casi. En estos años de invisibilidad han sucedido cosas que desconocemos una de otra. Pero dos minutos de conversación por el teléfono móvil sostienen la misma complicidad del principio Ella me dijo una vez, paradas las dos ante un semáforo: si tienes que marcharte, véte, no te quedes por mi, sigue adelante. Yo lo haré también, me dijo. Ya volveremos a encontrarnos y ahí estaremos. No fue una conversación de adolescentes en términos lordbyronianos. Fue verdad y así ha sucedido una y otra vez. Es la complicidad de la libertad. Separarse puede no doler si hay complicidad. Una complicidad que sobrevive y liga los acontecimientos.
Parece claro. Lo que buscamos son cómplices. Tener cómplices es lo importante.
Pero ser cómplice en lo particular no es fácil.
Es quizás lo más difícil.
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