Reconozco que en estos tiempos -no buenos-, cuando empiezo -como ahora- a escribir una entrada en el blog de Daniel en tono más bien ligero, siento cierta incomodidad, oigo una voz de Pepito Grillo: con la que está cayendo, Luisa, tendrías que escribir hoy sobre el asunto éste de la escasez de material en las enfermerías de los colegios, por ejemplo; de la inexistencia de ayudas económicas para las AMPAS, por ejemplo; o, ampliando el zoom, y yendo a lo que casi es ya insoportable, debería hablar de los deshaucios, del paro, de los jóvenes abocados a la nada, de los pensionistas que sostienen de nuevo a sus hijos, y los hijos de sus hijos… de este sinsentido colectivo al que nos han conducido, al que nos hemos dejado arrastrar.
Por eso, hoy, que quería escribir en ese tono alegre y ligero acerca de lo bien que lo estamos pasando últimamente Daniel y yo misma viendo teatro (sobre todo teatro de títeres, del que soy rendida fan, por lo que imaginaréis cuánto me complace la -de momento, que este chaval es muy cambiante-, afición de mi sobrino), hoy, digo, sin embargo, voy a hacer una confesión. Una confesión, a mi entender, terrible.
Miro a mi alrededor, miro cuanto está sucediendo. Como muchos, procuro leer, dilucidar, desentrañar algunas cosas. Como muchos, necesito atisbar hacia dónde nos arrastra esta tormenta perfecta. Luego, pienso en Daniel; miro a Daniel. Me doy cuenta de que durante todos los años anteriores, hemos luchado por él en la confianza de que las condiciones sociales que podíamos conseguir para su futuro y los de tantas otras personas que implican diferencias iban a ser cada vez mejores. Hemos luchado pensando que podríamos apelar al sentido común y a la justicia para ir ampliando las condiciones de igualdad.
Hoy confieso que, ya hoy, miro a Daniel, veo a Daniel, miro a mi alrededor, y empiezo a tener miedo.
Aunque no menos ganas de luchar.
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