La idea de los «invariantes» suele ser aplicada y desarrollada en los estudios sobre obras de arte, como un instrumento prospectivo y argumental para «emparentar realizaciones distantes en tiempo y espacio, tomando ambos parámetros no como fronteras clasificatorias sino como meras referencias documentales, describiendo tanto los criterios formales que comparten como las ideas sobre las que se sustentan» (http://ggili.com/es/tienda/productos/diseno-e-historia-invariantes).
A veces creo que a los creadores y a los críticos de Arte les cuesta menos que al gremio literario asumir la radiación de fondo que suele ir asomando voluntaria o involuntariamente -sobre todo involuntariamente- a cada paso que damos. Personalmente, creo que esas referencias nutricionales no son un demérito para obra y autor. Y como lectora, o espectadora, me gusta mucho el juego de buscarlas, percibirlas, relacionarlas y contextualizarlas. La originalidad por la originalidad es, evidentemente, un valor de mercado, aunque falaz. Percibir la novedad e intuir sus posibilidades de progresión es fundamental. Reconocer y razonar los valores de conocimiento que nos han hecho como somos es preciso para no confundir innovación con agujeros negros.
De todas formas, no quería hablar ahora de originalidad, ni de genialidad ni de nada por el estilo, aunque, en mis querencias de lectora, Sánchez Ferlosio esté acreditado con ambas cualidades, incluso contabilizando alguna novela que a simple lectura no las supondría. Hablo de Sánchez Ferlosio, porque hace muchos años disfruté con Alfanhuí, esa narración que participa de realismo y fantasía en proporciones y maneras clásicas, para conseguir sin embargo un trabajo fresco y nuevo (téngase presente que este libro fue escrito en 1950, y que tras su acomodación a fórmulas derivadas de la tradición literaria, como el cuento de viaje e iniciación y la prosa metafórica, lanza sobre el lector un continuo de bombas de racimo directamente dirigidas a la línea de flotación sentimental y sociológica del tiempo coetáneo del autor).
La fusión formal de formas estrictamente realistas y otras absolutamente imaginadas cuenta con un largo recorrido en la cultura occidental. En arte, por ejemplo, dio lugar a los morfemas metamórficos de los grotescos grecolatinos, medievales y renacentistas, a las visiones de Bomarzo y del Bosco, a los cuadernos de Alciato, o -dando un salto elíptico voluntario- a los universos plásticos de Dalí. En literatura recorre los mitos y cuentos clásicos, la literatura del pánico o de la fiesta medievales, muchos episodios de las novelas de caballería, los cuentos infantiles de aprendizaje, y -dando un salto elíptico obligado por muchas de las producciones de mundos acabados y cerrados de la cultura burguesa- reaparece en narraciones como Alfahu,í o también la muy reciente El niño que robó el caballo de Atila, de Iván Repila.
Si me ha gustado esta última no es por todo lo explicado. Es porque es una narración casi impecable en su construcción, y también porque no deja escapatoria. Contiene en su comienzo el germen de toda la potencialidad discursiva y emocional que se despliega después. El lenguaje es la historia misma que se narra. Y esto es algo extremadamente complicado de conseguir. Además aquí, en este punto, es donde enlazamos con lo grotesco: el lenguaje de esta historia que cuenta Repila pinta hibridaciones constantemente, y gracias a ellas los límites explotan. En este sentido participa de los invariantes de la literatura con ambición caníbal, la que no se conforma (en ninguno de los sentidos).
Leía El niño que robó el caballo de Atila y no podía dejar de recordar los días antiguos de lectura de Alfanhuí. Son dos textos bien diferentes. Y sin embargo participan de la misma radiación de fondo, de los mismos invariantes, dos principalmente: hibridación entre realidad y fantasía (tanto en el tono de la narración como en el mundo descrito), y sentido iniciático (en forma de viaje y dominación sucesiva de los espacios y del tiempo en la narración de Ferlosio, en explosión de desengaño absoluto y superación heroica del propio individuo en la de Repila: las actitudes han cambiado, como los mundos de cada uno de los autores, el de antaño inclinado a la melancolía, el actual poseído por la rabia y la ira). En ambos libros los protagonistas son niños-adultos: porque las transformaciones realmente nunca cesan, y el niño aprende dolor en su viaje hasta el adulto que ya contiene, y el adulto recupera valentía en su retorno al niño que nunca abandona. Tanto Alfanhuí como El niño que robó… multiplican pues los universos posibles.
Lo cierto es que la imaginación bulle desde los agujeros de gusano, desde los túneles de la comunicación.
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