
A esta hora de la tarde ya declinan los ecos de la festiva noche de Halloween y queda poco para que cierren y se vacíen de vivos los camposantos. Recuerdo que, cuando era niña, toda mi familia materna, por extenso -es decir, abuelos, padres, tíos y tías, algunos primos- pasábamos el día entero, excepto la pausa de la comida, en el cementerio de Torrero de Zaragoza, alrededor de la tumba de una tía mía a la que no llegué a conocer conscientemente. Ella murió joven, cuando yo tenía dos años. Uno de los primeros recuerdos de mi vida son imágenes fragmentadas de su funeral. Fue mi madrina, aunque no pudo asistir a la ceremonia de mi bautizo a causa de su enfermedad de corazón. Me pusieron el mismo nombre que ella; es decir me nombraron con el mismo nombre que a ella. Por mi parte, desde pequeña interpreté estos hechos como un intento de la familia por apuntalar su vida a través de mi nacimiento, de la vida que se renovaba. Ya sé que normalmente las razones familiares para estas costumbres eran más sentimentales. Pero yo así lo sentí mucho tiempo, e incluso de niña temía que mi tía pudiera de alguna manera permanecer a través de mí.
No sé si este temor estuvo o no relacionado con los tremendos terrores nocturnos que padecí en la infancia, y en los que sin duda había otros ingredientes. Creo que sí que tiene mucho que ver con mis inclinaciones animistas, e incluso con mi fe en las palabras, en nombrar como acto creativo real. Los temores, con el tiempo los superé, y también de forma natural cambió mi percepción de la relación con el mundo de las ausencias y los ausentes, que nunca lo son del todo evidentemente. Desde hace algunos años ya la mayor parte de mis raíces familiares, mis mayores, están entre las ausencias. Recientemente mi madre, cuyas cenizas dejamos en el cementerio de Torrero apenas hace una semana. No es especialmente significativo el día de hoy para mí, a pesar de ello. Porque desde hace tiempo es en la memoria donde día tras día me reencuentro a mi manera con cada uno de ellos, y a menudo a través de mí misma y mi apariencia, de mis propios gestos, manías o virtudes, que alguna habrá, de las dolencias y las fortalezas. Al final, mi yo de niña no estaba tan equivocado.
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