“El País” de hoy publica, en su contraportada, un artículo de Bárbara Celis titulado “El gran secreto de Miller”, y que reproduce una información dada a conocer por la revista Vanity Fair. Se cuenta en él que el escritor Arthur Miller tuvo un hijo con síndrome de Down en 1966, fruto de su matrimonio con la fotógrafa Inge Morath, a la que conoció durante el rodaje de la película “Vidas rebeldes”, cuando aún estaba casado con Marilyn Monroe. Este hijo fue repudiado por el escritor y depositado a los cuatro días de nacer, a pesar de la oposición de la madre, en un orfanato.
Según Rebeca Miller, hija también de Inge Morath y Arthur Miller, que nació antes que su hemano oculto, Daniel, éste nunca formó parte de la vida familiar antes de la muerte de su padre. Daniel Miller no conoció a su padre hasta 1995, cuando durante un acto público en el que el escritor debía hablar en defensa de un discapacitado mental acusado de asesinato, Daniel subió al escenario y le abrazó. El dramaturgo ni siquiera mencionó a su hijo en sus memorias, aunque unas semanas antes de morir lo incluyó en su testamento.
El otro día LaMima hablaba en su blog del libro “Un amor especial” del escritor Kenzaburo Oé, del que yo también traje fragmentos de un capítulo hace algún tiempo. “Un amor especial” habla de cómo transcurre la vida de la familia Oé, que incluye a Hikari, quien sufre una grave hidrocefalia. Como bien dice LaMima, si algo deja trascender este libro es un tremendo sentido de la responsabilidad de la familia hacia su hijo con discapacidad; una lucha constante por “normalizar” todos los actos cotidianos de esa vida, incluidos aquellos que han de ser inevitablemente especiales por las necesidades de Hikari. Kenzaburo Oé explica también cómo la existencia de su hijo le ha conducido a un compromiso civil con la sociedad, para que ésta integre de manera real a los discapacitados. Oé dice en un momento determinado de este libro que precisamente la decisión de que Hikari formara parte de la vida familiar, de no apartarlo de ella, es lo que les ha preparado para otras cosas a las que han tenido que hacer frente a lo largo del tiempo.
Nada que ver, por tanto, entre Arthur Miller y Kenzaburo Oé. Pero éste último, que ha dejado traslucir la preocupación por la problemática existencial y social de la discapacidad a lo largo de otros libros, escribió en 1964 “Una cuestión personal”, una dura e intensa novela, que yo leí en la edición de Anagrama. En ella el protagonista, Bird, tiene un hijo con un grave problema en el cerebro que le va a causar una severa discapacidad mientras viva. El primer impulso de Bird es huir del problema y lo hace de manera desesperada: peleas, abandono de su trabajo, borracheras y sexo con una antigua amante. Todo ello, mientras su esposa y su hijo permanecen en el hospital, esperando que él de su permiso para operar al niño. Esta operación le permitirá vivir, aunque con esa grave discapacidad. Sin la operación el niño morirá. Bird, aterrorizado ante la perspectiva de una dificilísima vida con su hijo, pasa tres días sopesando angustiosamente qué hacer. Tres días infernales.
Para mí sería muy fácil condenar directamente a Arthur Miller por lo que hizo. Y me dan ganas de hacerlo. Pero no lo haré. No por lo menos aún, no tajantemente, sabiendo tan poco como sé. De ninguna manera me parece adecuados ni justos su decisión ni su comportamiento. Pero sé que hay personas que no se sienten capaces de hacerle frente a situaciones como las que suponen la vida con una persona con discapacidad. Sé que sacar adelante a un niño gravemente discapacitado supone renunciar a muchas cosas. Aunque, sobre todo, consiste en saber integrar las particularidades de esa vida en el transcurso normal de la cotidianidad. No es fácil. Es un gran trabajo, es verdad. Y decidir no hacerlo no creo que sea sólo una cuestión o no de egoísmo, de egocentrismo. Aunque seguramente hacerlo sí lo es de valentía, de coraje, de responsabilidad, de integridad. Sobre todo de amor.
Y lo que sí que sé es que pensando en ambas historias, la de Arthur Miller y su hijo Daniel y la de Kenzaburo Oé y su hijo Hikari, ante la primera siento una gran tristeza, un vacío en la boca del estómago, mientras que la segunda me reconforta y me llena de esperanza. No condeno. Pero sé a quien respeto.
(Mientras escribo, veo que LaMima también se hace eco de “El gran secreto de Arthur Miller”. Un beso, luchadora. Un gran beso a Ainhoa).


Replica a Inde Cancelar la respuesta