Aquella mañana, -el domingo pasado, exactamente, hace ahora pues una semana ya- estuvimos en el Museo de Capodimonte. Bajamos luego a comer hasta una pizzería muy popular (supongo que por conocida, pero también popular en sentido vertical, o sea “muy de barrio”) de la Piazza Caritá, en medio de Vía Toledo. Esta calle es la arteria vital y turística de la ciudad. A su lado crecen y se despliegan antiguas vías, muchas de ellas construidas por los españoles, por las que culebrea una abigarrada multitud de inquietos, pero pausados, napolitanos. La estrechez de estas calles, larguísimas, y la constante presencia de cientos de prendas tendidas por ventanas y balcones, como banderas de un palio cotidiano, impide que llegue la luz del sol hasta el suelo. En contraposición a este centro histórico y ruidoso de la ciudad, tanto Capodimonte como el barrio del Vomero, elevados ambos vertiginosamente y de pronto, aparecen más ordenados, más despejados, más silenciosos. Además, han crecido en círculos por las laderas de los montes, mientras el centro antiguo tiende mejor a la cuadrícula y a las callejuelas radiales.
Aquel mediodía, Vía Toledo estaba más tranquila de lo habitual, a partir de la Piazza del Museo Arqueológico. Aunque hasta allí, desde Capodimonte, nos costó media hora bajar en autobús, debido a un monumental atasco de tráfico, que de pronto desapareció. Desde Piazza Dante hacía Piazza Trieste, Vía Toledo bullía, como siempre, pero a un ritmo más lento y era mucho menor la presencia de las mantas que sobre las aceras muestran sus imitaciones de artículos de marca, en frente mismo de las tiendas donde se pueden vender los supuestamente auténticos.
Después de comer, caminamos hasta el Funicular Central y en él ascendimos el Vomero para visitar la Certosa de San Martino. Es un edificio de excelente arquitectura que fluye desde el renacimiento al barroco con absoluta naturalidad. Allí se guardan, entre otros tesoros, algunos cuadros de Ribera, hasta los que me guió Fernando porque yo me había despistado, y un par de deliciosas esculturas de Bernini, que descubrió Raquel al final de un montón de salas que nadie visitaba. Me quede boquiabierta también ante las taraceas de los armarios de la sacristía. Una técnica que practicaba con sabiduría mi viejo amigo, Pedro Milano.

A la salida de la Certosa de San Martino, el regreso al hotel fue un continuo descenso en círculos de más de veinte minutos en taxi hasta llegar al mar, acompañados por un aguacero importante, de los de cortina espesa, que nos hubiera cambiado por completo el recuerdo de aquella tarde dominical, si no llegamos a tomar oportunamente ese taxi que nos depositó amablemente en la misma puerta del hotel.


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