La foto es una imagen de Herculano. La vieja Herculano sepultada bajo la ira del Vesubio, que se ve al fondo, hace cerca de dos mil años. Y entre ambos, la nueva Herculano, que ha insistido en crecer en el mismo lugar. Porque a pesar de todo, el hombre forma parte de la naturaleza. Y el hombre siempre ha sabido que debía luchar con la naturaleza para sobrevivir y prosperar: a veces junto a la naturaleza, a veces contra la naturaleza. Y el hombre siempre supo que las reglas las imponía la naturaleza. El hombre podía contener ese poder en algunos límites en beneficio propio. Pero la última palabra era siempre de la naturaleza, porque nosotros, humanos nada más, también somos planeta.
Ni los habitantes de Herculano ni los de Pompeya sabían que la gran montaña que los vigilaba continuamente era un volcán. Su estallido fue una brutal sorpresa, en todos los sentidos. Fueron inocentes en manos de un ciclo de la violencia que se agita dentro de la tierra, y que la mantiene viva.
Los hombres que hoy deforestamos sin conocimiento, perforamos con desafuero, aumentamos la temperatura ambiental con alegría, enladrillamos las costas con avaricia, quemamos combustible sin medida, etc, etc, sí que sabemos que todas esas acciones entrañan unos riesgos cada vez mayores para la sobrevivencia equilibrada del planeta. Y también sabemos, hasta con exactas mediciones microelectrónicas, que esas acciones no le están sentando nada bien a la naturaleza. Ya no somos inocentes en medio de un planeta. Somos tontos y estúpidos glotones. Los ciclos del hombre son cortos -por eso los habitantes de Pompeya y Herculano no sabían que el Vesubio era un volcán-. Los de la naturaleza siempre terminan por sobrepasarnos. Y si algún día no es así, también entonces lo será de todas formas. Porque habremos alcanzado el colapso. Y no podremos decir que habrá sido una sorpresa. Las leyes de la naturaleza son las que son.


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