Antes de ser una avenida, Tenor Fleta tenía una zanja
por donde el tren cruzaba Zaragoza
existían pequeñas parcelas y casas muy modestas
como aquella en la que yo vivía.
Por las noches retemblaba mi habitación cuando
pasaban los expresos
y yo, insomne, soñaba viajes en coche cama con cenas de ensueño
en el vagón restaurante.
Mientras, Alberto Oliveras nos decía que éramos formidables
desde una radio que aún conservo, vieja y callada hace decenios.
Le falta alguna pieza, como a mí media vida,
pero aún vive en silencio y, ahora, tiene calefacción central
y aire acondicionado.
Más siempre no fue amable esta radio vieja y silenciosa,
sobre todo cuando el padre Peyton desgranaba su rosario en familia
y el dictador de la voz de pito y el alma de piedra gritaba sus arengas.
Doroteo Martí hacía llorar a mi madre con maldades noveladas
y Pepe Iglesias el Zorro cantaba su cancioncilla intrascendente
mientras yo pretendía resolver el teorema de Pitágoras
en papeles usados:
“La suma de los cuadrados de los catetos es igual a…”
En aquel colegio de bombillas sucias y niños con miedo
El hermano Julio me había intentado meter mano
(me quería mucho el hermano Julio, pero yo siempre
salía temeroso;
me susurraba al oído cosas que por fortuna no recuerdo).
Por la noche, la radio encendía sus ojitos y sé que nos veía
cuando mi padre regresaba cansado de golpear el viento
y mi madre desenvolvía el papel de estraza de la cena;
yo le guiñaba entonces un ojo a mi radio, vieja compañera
de aquellos días en penumbra
donde soñaba viajes en expresos de sillones lujosos
c omo los de los filmes
y le daba las gracias por animarnos a vivir.


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