Como explicaba en un libro ya clásico Jonah Lehrer, «Proust y la neurociencia», el novelista francés anticipó en su descripción de la experiencia «memoria magdaleniense» algunas cuestiones relativas a la importancia de las sensaciones olfativas y gustativas como autopistas hacia el hipocampo y el neocortex cerebrales, especialistas en la memoria de largo plazo, evocativa por la vía directa del inconsciente, esas que nos devuelven al mismo tipo de sensaciones o estados del ser que durante una fracción de segundo fuimos.
Cuando Proust habló de su magdalena, los neurocientíficos no sabían todavía que el acto de recordar genera siempre una nueva realidad, o una nueva ficción, porque en él se implica el lenguaje. No sabían todavía que en cuestión de aproximación a lo que fue, los sentidos más fiables son el gusto y el olfato.
Mi magdalena es de hierba. Sucede cada primavera. El olor a hierba recién segada (esa hierba, sí) me devuelve una y otra vez al mismo momento-marmota magnífico de la adolescencia: los mediodías sobre la hierba en los jardines de la antigua Universidad Laboral de Zaragoza. No recuerdo mucho de lo que hablábamos en esos momentos; tampoco con quién estaba (aunque puedo deducirlo, es decir elaborar el recuerdo, como diría Proust). Conservo solamente el olor, la sensación de bienestar casi total, que vuelve a la superficie en cuanto huelo la hierba creciendo. El nirvana debe ser algo así como una prolongación infinita de estar tirado sobre aquellos parterres de la adolescencia.
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