Sobre Falling

Vi hace unos días Falling, la película dirigida por Viggo Mortensen y espléndidamente interpretada por Lance Henriksen en el papel de un hombre caracterizado por una evidente y notable falta de empatía hacia su entorno, y especialmente respecto a las personas más próximas, es decir, su propia familia, agravado todo ello por la senilidad y la demencia.

Como simple aficionada, la película me ha gustado. Podría decir incluso que me ha gustado mucho. Me parece muy difícil rodar bien y mantener una película de largo metraje en base a planos cortos y primeros planos, y creo que Falling consigue un muy buen nivel en este aspecto. Por otro lado, el reto puramente narrativo que se propone Mortensen es complicado, y a mi entender el resultado es acertadísimo. La premisa parece ser la de mantener un tono de contención, de templanza dramática a la hora de contar una historia, unos acontecimientos y unas derivas emocionales que pudieran, bajo otras premisas e intenciones meramente comerciales, propiciar el melodrama, algo que hubiera ayudado muy poco a contar con verdad cómo son las vidas afectadas por una relación tóxica, que en el día a día y sus tiempos casi nunca se evidencia en amplios gestos, sino que se vive, se sufre y se esquiva, cuando se puede, de forma silenciosa. Casi todas las críticas que he leído sobre la película son favorables en mayor o menor grado. Y entre las negativas, sólo una me enfadó mucho. No hace falta identificarla, me importa lo referido a la argumentación (breve) que utilizaba, porque me pareció banal, e incluso injusta y desahogada su queja respecto a que, a su parecer, la película no llega realmente a contar nada, mientras que hace sufrir mucho al espectador. Está claro que este crítico jamás será fan de Bergman, ni de Godard, ni tan siquiera de Zviáguintsev (Leviatán, Sin amor), porque no se diga que hablo de gente antigua.

Nadie posee ni toda la razón ni toda la verdad, y cuando mezclamos emociones, afectos y una deriva hacia la demencia, todavía menos. Por eso me parece un acierto que el guión haya escogido como punto de vista central el del propio anciano, que mientras va adentrándose en la demencia comienza a mezclar pasado y presente, a superponer identidades de personas con las que interlocuta en su mente extraviada (hija con esposa, esposa primera con esposa segunda), alternando sin solución de continuidad el afecto angustiado y la ira destructiva. Así son las cosas. Para su familia, este padre insensible, inafectuoso, verbalmente violento e incluso despectivo en extremo, es tan verdugo para ellos como víctima de sí mismo, de tal manera que en los hijos que han de hacerse cargo de él, a pesar de todo lo sufrido, en el último tramo de su vida, genera emociones contrarias y conflictivas, agravadas por todo un abismo de diferencias ideológicas, que no son menos importantes. Otro acierto más de la película es, precisamente, mostrar que la demencia final no justifica ni excusa toda la historia anterior vivida. Todo lo contrario, la acentúa, porque la desinhibición propia de ciertos estados de la demencia puede incluso hacer más hiriente y doloroso el maltrato presente y pasado. La demencia no mejora humanamente nada, que no fuera mejorable por otra vía. En la película, a mi modo de comprenderla, dos escenas, de sentido contrapuesto, condensan una gran parte de su sentido último: una, en la que el anciano regala a su nieta un viejo reloj, y le hace notar que en ese momento están ambos escuchando dos tic-tac, el del corazón del abuelo y el del reloj que heredará la niña (adoptada, ajena en origen a la desarbolada familia); otra, la asumida soledad final por parte del anciano, una soledad preferida al amor y buscada casi con narcisismo. Falling.

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