Para empezar, debo confesar que me llevó muchos años controlar el miedo. Un miedo brutal e informe que aparecía sobre todo en la noche, cuando las cosas concretas desaparecían. Un miedo inabarcable. Sé que, llevado a ese extremo, el miedo es una de las peores emociones, de las más dolorosas; cualquier cosa puede ser bienvenida para dejar de sentirlo. Convencerse una misma de que algo tan dañino para tu propio ser viene de ti no es tarea fácil. Encontrar la razón por la que todo tu cuerpo te vapulea con tanta violencia tampoco lo es. Hay que adentrarse en la selva, pero descontextualizadamente, a contracorriente, no con machete, sino con bisturí en las manos. Hay que ser cirujano preciso, trabajar pacientemente durante horas, cuando sólo deseas bracear y escapar lo antes posible.
El miedo solía llegar en épocas de impotencia, de frustración personal, de inanidad laboral, de pérdida de horizonte; en épocas de achatamiento y represión vital y creativa. También en situaciones de desamor profundo.
Veo alrededor mucha gente con miedo. Mucha más de la que lo manifiesta Es normal. Nos ha caído una buena encima, aún estamos en ello. De mi generación incluida para atrás, ninguno de nosotros antes de ahora había afrontado un futuro personal tan poco dependiente de su propio esfuerzo, tan subordinado al azar y al caos general.
El miedo es un pecado que no confesamos, una fragilidad que ocultamos, una condición que no queremos reconocer. Sin embargo, sabemos que el miedo nos hizo, en tiempos que ya no recordamos, lo que somos más que cualquier otra cosa: sobrevivientes feroces, y también seres conscientes del valor incalculable de la cofradía, del apoyo mutuo y recíproco. El miedo ha extraído en nuestra historia lo mejor y lo peor de nosotros.
Tratemos ahora al miedo como a un veneno, como el arsénico: en dosis adecuadas, esencial para la vida, pero extremadamente tóxico en cantidades elevadas, sobre todo si viene administrado por falsos profetas hipócritas, cínicos y sin escrúpulos.

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