«Parafraseando a William J. Mitchell (1944-2010), en época anterior al imperio de las máquinas la ciudad era esqueleto y piel –columnas, vigas, muros, tejados-. La ciudad era protección, y por ello un lugar adecuado para que el hombre extendiera sus habilidades. Luego, la industrialización introdujo en la ciudad las primeras redes artificiales: suministro de agua, eliminación de residuos, energía, transporte, acondicionamiento de los edificios. La vida en la ciudad es estar conectado a estas redes. Las ciudades amplían las capacidades de los cuerpos humanos.
Después, las ciudades desarrollaron su sistema nervioso de comunicación: primero, el telégrafo, el teléfono, la radio. Luego, en aceleración constante, los canales de televisión, las redes digitales, para llegar finalmente a la conectividad masiva y global de hoy, a la inteligencia digital ubicua en todos los entornos urbanos.
La nueva inteligencia urbana reside en la combinación de las redes de telecomunicación (nervios), la inteligencia integrada ubicuamente (los cerebros), los sensores e indicadores (los órganos sensoriales) y el software (el conocimiento y la competencia cognitiva). Todo ello enlazado ciudad a ciudad, e interconectado con los intermediarios humanos. Las viejas metáforas, que diferenciaban entre el ciberespacio y el entorno llamado “físico”, están anticuadas. Nuestras vidas se construyen a base de gestos y bits. Reformular la ciudad es reformular nuestra vida.»
Este texto figura en la solapa de «Ciudades inteligentes», mi último poemario, recientemente aparecido en Olifante Ediciones de Poesía.
Hace unos días, Fernando Aínsa, que conoce parcialmente el libro – a través de alguna lectura pública previa-, me mandó esta imagen, indicándome con total acierto que podía ilustrar el poema «Cajero automático», que está dentro de Ciudades inteligentes.
Quizás es una imagen que lleve tiempo dando vueltas por Google, no lo sé, la verdad. En todo caso no la había visto, aunque para escribir el poema que sigue tenía en la cabeza exactamente el mismo tipo de similitudes, no obstante no naciera de una imagen, sino de una frase que siempre repetía un compañero de trabajo cuando iba al cajero automático a sacar dinero (él decía «voy a pedirle dinero a la pared»), combinada con mi educación infantil católica (o pseudo-católica), y por supuesto la deificación postcapitalista del dinero. En cualquier caso, es evidente que el tema y la comparativa forma parte de la actual koiné global (he recordado también este artículo de Vicente Luis Mora al respecto de los cajeros automáticos: http://goo.gl/KGjoHZ. De entre los textos que él cita, sólo pensé al escribir «Cajero automático» en el de García Casado.
Cajero automático
Santa pared, oráculo de la especulativa sabiduría, confío en ti y tengo fe. Yo en secreto te convoco y tecleo, sin que mi mano izquierda sepa de mi mano derecha, el arcano número-pin, de toda mi esperanza cifra. Por él tú me reconoces, ahora y siempre, como tuya. Ignorante de todo, a ti me entrego. Hueco admirable, no me abandones. Tú que sabes lo que valgo, escúchame. Muro venerado, espejo de lo que puedo desear y de lo que no seré jamás, ten piedad, porque he depositado tontamente en ti mi fuerza y mi debilidad para que las administres y multipliques, así para mí misma como para cumplir con todo cuanto quedaré obligada en esta vida y en las otras, por los siglos de los siglos, porque tan infinito es tu poder como nada clemente en consecuencia. Pozo alabado, tú también, como cualquier dios, no eres sino un tirano cruelísimo. Casa de oro, en ti pienso, cuando la desgracia nos aflige y nos embrutece. Trono de sabiduría, tú nos conoces bien: humanos somos. redímenos, santa especulación, puerta del paraíso, vaticinio infalible, fuente de nuestra alegría perecedera. Tú, que justamente sabes que es nuestra avaricia la que te sostiene, que manipulas hábilmente nuestras peores emociones, no nos dejes nunca alcanzar tu grado de maldad ni tu destructiva fealdad, para que así llegue un día en que desaparezcas de la faz de la tierra sin dejar rastro, pues jamás hubo dios que entre los hombres no sembrara dolor y guerra, ni ante el que ellos, aduladores y enfermos de ambición, no se corrompieran e infinitamente se humillaran. El poder, profesan, es la salvación. Mágica caja, puesto que en tu infinito misterio nos comprendes, danos por fin un día la paz: autodestrúyete, desaparece, y alcanza así tu máxima victoria: la de dejarnos solos a unos frente a otros, despojados de todo, con la improbable tarea de no volver a invocarte jamás.
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