GrandEspert

10Las razones personales no vienen a cuento, pero casi no voy. Casi no voy ayer por la tarde, domingo de octubre que parece junio, a ver La violación de Lucrecia, a ver a La GrandEspert levantado la montaña  de magia escénica que es esta interpretación del poema dramático de Shakespeare, que dirige Miguel del Arco. A provincias los espectáculos que llegan de fuera vienen con el tiempo justo, claro. Vienen y se van. ¿Qué van a hacer si no? Así que si no llego a ir la tarde de ayer, domingo de octubre que parece junio, a ver a Nuria Espert, me hubiera perdido uno de los mejores espectáculos teatrales de lo que va de siglo (otro de ellos, para mí claro, fue Urtain, de Animalario). Llámenme exagerada. Pero cuando un texto tan difícil de decir para un actor -y de recibir para un espectador-, como éste de Shakespeare lo es, consigue casi hacerte llorar, provoca tembleques en la médula espinal –como oí contar a dos espectadoras, ya en la calle, terminada la obra-, es que la dramatización que lo vehicula está tocada por la gracia, incluida una puesta en escena en su justo punto, llena de meros y precisos trazos, de esbozos que sugieren gestos, escenas, historia… Trazos que el espectador completa en su mente y con sus emociones, llevado de la mano por una actriz que  interpreta todos los personajes que aparecen, incluido el de actriz, y transitando desde narrador a Lucrecia (violada), pasando por Tarquino (violador), Coletino (esposo), e incluso los breves papeles de doncella y Lucio Bruto (amigo del esposo). Precisamente esta fusión entre gestualidad actoral –los gestos de una sola actriz que han de ir metamorfoseándola en distintas personas, traduciendo muy diferentes emociones- y marco escénico, que va creciendo conforme avanzamos en la obra, es uno de los logros más destacables (incluido sonido y luz), a mi entender, de esta versión de La violación de Lucrecia. El escenario actúa pues como una prolongación del cuerpo de la actriz, como una ortopedia escenográfica con la que completa su propia violentación como médium. Llámenme exagerada, pero así fue.

Personalmente, he desarrollado mi intima relación, como enamorada permanente del teatro que soy, de intermitente amor hacia el trabajo de Nuria Espert, interrumpido por algunas épocas de cierto desapego, lo confieso, incluso de serias dudas, que desaparecieron absolutamente a partir de ver desde la segunda fila del Teatro Principal de Zaragoza su trabajo en Maquillaje, un monólogo del dramaturgo japonés Hisashi Inoue. Por eso, mi rendición ante este monumental trabajo no es baladí.

La violación de Lucrecia es una obra temprana de Shakespeare. Como han señalado los críticos y estudiosos, prefigura muchos de los temas de sus obras posteriores, también esbozan sus personajes rasgos de personajes posteriores. Shakespeare utiliza la narración legendaria del brutal suceso que origina el nacimiento de la Roma republicana para evidenciar la irracionalidad del poder, entre otras cuestiones, su inercia descontrolada e irreductible al atropello. Como ocurre con los grandesGrandes, siempre Shakespeare está de actualidad.

A la salida de la función en el Teatro de las Esquinas (Zaragoza), fui escuchando los comentarios de los espectadores. Siempre intento hacerlo: cotejar mis sensaciones y conclusiones, para centrarlas. Y qué bien. Bajar caminando desde el Teatro de las Esquinas por Duquesa Villahermosa, en el barrio de las Delicias, hacia el centro de la ciudad, una tarde de octubre transmutado en junio. Qué bien un teatro en un barrio, en esta ciudad que todo tiende a concentrarlo (un tanto provincianamente) en el centro centrípeto. Y qué bien escuchar a la gente que vive en Delicias comentar: es la salida del teatro. Pero qué bien.

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