País

En 1976 asistí, en plena adolescencia, con entusiasmo a la aparición de un nuevo periódico al que llamaron, con gran intencionalidad metafórica, El País.

De manera coetánea, de una u otra forma, viví lo que pensamos era la transformación del nuestro en un nuevo país.

Desde entonces he hecho muchas mínimas cosas. Peleé por mi dignidad como mujer (incluso contra mi propia familia), por mi derecho a estudiar (a pesar de mi origen humilde y obrero), por mi derecho a pensar más allá de mi condición de mujer y a elegir (a pesar de algunos hombres), por mi derecho a trabajar (a pesar de una de las varias crisis económicas que he soportado, junto a otros muchos), por mi derecho a aspirar a trabajar por la vida cultural y social de mi país en la medida de mis fuerzas (a pesar de los endogámicos poderes establecidos, los estrechos y engañosos caminos existentes, y la demolición sistémica programada de la propia Cultura), a continuar viviendo con la misma dignidad que defendí al principio, a pesar del embate depredador de bancos, financieras y sistemas políticos, que han reducido a casi nada el esfuerzo de más de media vida.

En fin, cuando miró hacia atrás (pues ya voy teniendo edad de mirar hacia atrás de vez en cuando) no consigo evitar la sensación de haber estado librando casi siempre una pugna muy desigual.

Sólo me faltaba ver cómo aquel periódico que se llamó El País ha ido publicando hoy a lo largo de la mañana, en su versión digital, una serie de mini-crónicas en un tono y lenguajes propio del periodismo entre rosa y de sucesos (aunque es verdad que El País no ha sido el único medio que ha apostado por esa tesitura), sobre el hecho de que un ciudadano de este país haya estrellado su coche contra la sede nacional del partido en el Gobierno (que el atacante ha elegido como representación de «la clase política en general», según él mismo ha declarado, al parecer), reduciendo así un suceso de profundas implicaciones sociológicas y políticas (independientemente de que yo condene toda violencia y de que el individuo en cuestión esté o no finalmente aquejado en su equilibrio mental – medio país o más no anda muy allá, deberíamos ser conscientes de ello) a un sainete.

Sin parar ahora en la reflexión acerca de cómo un lenguaje que correspondería a los modos de una ficción facilona y casi folletinesca se va apropiando del ámbito del periodismo, rebajando así la capacidad de profundización que siempre habían venido aportado los géneros ficcionales a la práctica periodística (y ya veremos a dónde nos termina llevando esta tendencia), lo que quería realmente decir ahora es que, personalmente, una vez más en los últimos tiempos he sentido el aliento de un profundo fracaso.

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