Como bien dice la escritora Cristina Rivera Garza, en un magnífico artículo cuyo título traza la pirueta en la que ahora vivimos (“Del verbo tocar: las manos de la pandemia y las preguntas inescapables” *), la pandemia no era la paz, no es la paz. Aunque estemos obligados al ritmo lento de la curación, no es un tiempo de calma. Pero sí es un tiempo para los cuerpos, en cuya preservación y recuperación estamos ahora tan empeñados, como en defendernos de ellos, amenazas posibles para nosotros mismos y para los otros.
El último libro que he escrito se titula “Este es mi cuerpo”. Lo escribí pensando en el cuerpo como un territorio transversal y un cronomapa vital y cultural (que al cabo es lo mismo). Quería situar al cuerpo en primer plano, y que, al mismo tiempo, el cuerpo visto de cerca, e incluso por dentro, funcionara como umbral de acceso a experiencias, herramientas, a otras personas. Era necesario, evidentemente, destacar la importancia de la muerte, pero sobre todo de la enfermedad, porque la enfermedad es un proceso que experimentamos con transcurso, que tiene un relato temporal. Como también afirma Rivera Garza (su artículo, sí, me ha gustado mucho) el capitalismo prefiere individuos descarnados. Realmente trabaja para descarnarnos; solo nos necesita, ya sabemos, como entes que producen y consumen (mejor si son cosas fungibles y con obsolescencia programada, así cuadra sus planificaciones con más exactitud), ajenos al cansancio, al dolor (para eso está la industria farmacéutica, o el narcocomercio ilegal normalizado). El mantra que hemos interiorizado es que no es posible parar, que no hay tiempo para hacerle un hueco al tiempo-tiempo ni a los otros seres, próximos o lejanos. Cansados e hipnotizados por las pantallas o sustituidos por ellas, nuestros cuerpos nos niegan, al no dejarnos pensarnos como tales cuerpos, y se niegan como materia natural que reacciona ante experiencias físicas-filosóficas-químicas, sin fronteras de ningún tipo. No podíamos parar, no estábamos en condiciones de rescatar de la centrífugadora a nuestros cuerpos ocupados a todas horas en clonar en la realidad el ritmo frenético y sin finalidad de los videojuegos. Y, sin embargo, hemos parado. Quienes decían que no se podía parar, nos han parado para no quedarse sin cuerpos. Los cuerpos estaban aquí. Y los cuerpos enfermos todavía constituyen un problema desesperante, catastrófico. Quizás la enfermedad sea la última forma de resistencia heroica y brutal ante la negación de los cuerpos por parte de esta civilización. El último grito, la última oportunidad.
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