(Este texto lleva escrito algunas semanas, desde poco después del comienzo del confinamiento. Quizás algunas afirmaciones ahora las matizaría, pero en su conjunto, aún me sirve en el propósito de organizarme la cabeza)
No sé, quizás por miedo a la respuesta o, más bien, a la falta de respuesta, ninguno nos estamos atreviendo a preguntar en voz alta qué nos está pasando. Eludimos la verbalización abrupta y abismal de nuestra incertidumbre, de nuestro miedo, y nos esforzamos en proponer escenarios explicativos para este presente perplejo, junto a necesarias estrategias que nos alejen de la desgracia lo más rápidamente posible y soluciones sólidas para el futuro. De momento, ante un enemigo contra el que no tenemos un arma específica a su altura, hemos decidido, sucesivamente a un lado y otro del orbe, optar por la retirada, esconder el flanco débil, practicar la táctica probada de tierra vaciada, mientras encontramos soluciones que nos devuelvan a nuestro anterior estado de confort y seguridad. Y está bien. No hay otra opción. Muchos se quejan del uso del lenguaje bélico a la hora de explicar esta crisis pandémica por parte de los gobernantes y líderes. Seguramente llevan razón y convendría más a nuestra esperanza enarbolar una semántica con más luz. Aunque lo cierto es que, como dice Mónica Müller (Pandemia: Virus y Miedo; ed. Paidós, 2020), nuestro organismo alberga “un ejército aguerrido, un cuerpo de policía imbatible, una tropa de gendarmería y un sistema de aniquilación del enemigo impresionantes”. Y ahí estamos, peleando en teoría (¡ay!) todos a una contra un adversario astuto, vampírico, replicante en grado sumo, y lo peor de todo, invisible, en muchos casos incluso para los sabios y expertos, pues se muestra capaz de invadirnos sin un gesto, sin una pequeña señal, a través de los cuerpos ocupados de nuestros amigos asintomáticos o de nuestros objetos más amados. Una verdadera pesadilla, digna del más taquillero thriller de ciencia ficción. Pero está ocurriendo. Ocurre y, sin embargo, ¿dónde diablos estaba, donde está el enemigo? Yo diría, también como tantas veces han repetido predicadores, escritores o psicólogos que el enemigo estaba en nosotros mismos. ¡Ah, vale, lo de siempre! ¿Y? Realmente, poco más. Lo de siempre. Que no tenemos memoria, que hemos desterrado la memoria de nuestros basamentos sociales, porque la memoria siempre trabaja como Pepito Grillo, y eso incomoda. Más aún en este tiempo nuestro de meros y efímeros instantes de sentido flotante, tan convenientes para las compañías y corporaciones que agigantan su poder a base de alimentarlos lo justo y luego hacerlos estallar.
No cesamos de repetir que nunca hemos vivido algo como esta pandemia provocada por el virus Covid19. Es verdad. Pero, los científicos aseguran que las pandemias son “inevitables” y cíclicas, y si hubiéramos tenido memoria colectiva, si hubiéramos querido saberlo, habríamos recorrido otros escenarios históricos en los que el encuentro de culturas, el acercamiento de los territorios a través de la aceleración técnica de las comunicaciones, la acumulación extrema de población en las ciudades, estallaron en hecatombes epidémicas, desde la antigüedad hasta nuestro propio siglo: peste de Atenas, peste negra, viruela, sarampión, gripe de 1918, gripe A … A estas alturas ya nos las han contado hasta la saciedad, pero si hubiéramos enarbolado la memoria antes, habríamos quizás exigido a los líderes mundiales estar preparados y no responder con torpes bravuconadas, o con silencio connivente, a la invasión descontrolada de los espacios naturales y de las formas de producción tradicionales por parte de la agroindustria capitalista, una encrucijada ideal para la aparición de virus como el Covid19, que provienen del espacio salvaje, pero necesitan aclimatarse previamente en un animal doméstico para llegar hasta nosotros. Nadie habla ya de Greta Thunberg, casi tan omnipresente hace tan solo unos meses en los informativos del mundo como ahora lo es el virus. Sin embargo, el cambio climático y el Covid19 forman parte de la misma deriva. El enemigo invisible ha hecho visible el alcance de nuestro crecimiento cancerígeno como sociedad. Nos ha colocado de repente y de golpe ante nuestra inmensa fragilidad, patógenos para nosotros mismos y tan perdidos y atemorizados que, -convencidos de que los tests masivos (sólo nos cuentan que hoy no estamos infectados, pero no que no vayamos a estarlo mañana) y la tecnología (que nos discriminará en aptos y no aptos, como antaño la religión) nos librarán de todo mal-, estamos a punto de dejarnos ingresar en la ficción que en un tiempo más aborrecimos: el mundo de Orwell.
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